de Leonardo Bernabé Madrid, mi padre, "cosechador de amistades que perduran". Para la familia, para los amigos, para quienes lo conocieron, para los que llegaron tarde, para el pueblo de General Guido

1/2/07

Cancerbero

¡Que no le tenga miedo la chica!
-¡Cancerbeeero! Gritas, ronco, áspero. Se llama cancerbero y es mi perro, ¡Negro!, Negro, vos y también el perro, decís jaraneando, mientras te acercas balanceándote sobre tus pasos. ¡Cancerbero! igual que aquel que los Dioses del Olimpo colocaron al cuidado de las puertas del infierno, el mismo, que impedía a los mortales entrar y a los espectros salir, Cancerbero es el nombre apropiado para mi perro ¿verdad que si Negro?.
Te digo sí y ya te adivino.
Desde no más de treinta centímetros del suelo, un mestizo de pelo hirsuto y vivaces ojos marrones, nos mira como, esperando una caricia, en la última vuelta se echa, hará un sueño cortito mientras te espera.
Estamos en la vereda de casa, en este atardecer de enero, aquí en Guido, a nuestro lado, las chicas, tus nietas, mi nieta, sentaditas en el umbral, sordas a nuestra conversación.
Los recuerdos nos pegan una atropellada y nos ganan en el pique. Esta carrera, el tiempo la lleva aliviada, nos estamos haciendo viejos, te digo, y con la presteza que te ha caracterizado, mirando a las chiquitas, que siguen en sus juegos, ajenas a nuestras confidencias, soltás, “como el perro delincuente/ que regresa con la aurora/ y echado a la puerta llora/ larga y amargamente/ en la tapera doliente/ que fue su torre patricia/ el Día de la Justicia/ me va a encontrar el mundo/ aguardando gemebundo/ como el can una caricia/ ¡Almafuerte! Rematas. Y salís bamboleándote sobre tus pasos, buscando en el amparo de la noche que se anuncia, la estrella que te acaricie. El perro te sigue a prudencial distancia. En la esquina del Club, te alcanzamos con las chicas, respondiendo a tu invitación, van a tomar un helado, se sentaran más tarde a tu lado en un banco de la plaza, mientras vos, viejo amigo, apartas pecheando las memorias que te oprimen la garganta, que te anegan la mirada. Te reclinas en ese asiento, preferido, mirando al cielo, ellas ríen nerviosas cuando las trates de usted, cuchichean como las doñas, te asaltan luciérnagas chispeantes y te roban dos besos, esos, que atesoras tacaño, abuelo rezongón. El tiempo se detiene en ese instante, la estrella esta justo sobre el banco de la plaza.
Tus nietas regresan a su casa y, nosotros digo, te esperamos a cenar, mientras nos vamos pisando chiquito, con mi nieta, dos pasos por delante. Vuelvo en aquel momento la mirada, te veo acariciar al Cancerbero, que a tu lado no pierde de vista las estrellas. Repito, entonces, te espero a cenar.
-¡Pero sin vino!, Negro, gritas, jaraneando, disimulando soledades, pecheando recuerdos. ¡A vos, Negro, el vino te hace mal, provocas, ¡a ver si te da por llorar! . Y arrancas meciéndote sobre tus piernas, dos pasos detrás de mi. Leonardo Madrid (Negro)

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